martes, 23 de marzo de 2010

Sobre la anomia y su dinámica

A. Sobre la anomia y su dinámica

El concepto de anomia se debe al “fundador de la Socio­logía” Emile Durkheim (1965:191 y ss), quien lo empleó para mostrar que el suicidio –el acto más “privado” o íntimo que pueda imaginarse– es en realidad un hecho plenamente social. Y es así como la anomia mira tanto a la sicología individual como al sistema social:

Desde el punto de vista sicológico, anomia es “el es­tado de ánimo del individuo cuyas raíces morales se han roto, que ya no tiene normas sino únicamen­te impulsos desconectados, que no tiene ya ningún sentido de continuidad, de grupo, de obligación”1.

• Desde el punto de vista sociológico, anomia es una “quiebra de la estructura cultural”, que tiene lu­gar cuando hay una “disyunción aguda” entre lo que se espera de los individuos en una sociedad (por ejemplo, que ganen mucho dinero sin valer­se de métodos ilegales) y las oportunidades o los medios que esa misma sociedad les ofrece para alcanzar tales metas2.

Hecha la aclaración, podemos apreciar mejor el modo como los desajustes sociales tienden a crear anomia –y por lo mismo a elevar las tasas de crimi­nalidad: no se trata de un efecto directo, sino de un efecto mediado a través de factores culturales y sico­sociales, que vienen a ser la causa inmediata o direc­ta de la anomia–. Como sugiere el gráfico 10.1, los desajustes sociales (desempleo, urbanización desor­denada, familias conflictivas, abundancia de armas y otros que mencionamos en el capítulo 6) inducen cambios en las creencias o valores del grupo (factores “culturales”) y en las percepciones o motivaciones de los individuos (factores “sicosociales”) que se tradu­cen en mayor anomia o criminalidad.

La precisión anterior tiene una implicación muy importante para la estrategia de seguridad ciudadana: su prioridad debe ser actuar sobre la cultura y la sicolo­gía, pues es aquí donde se gesta la criminalidad de ma­nera directa o inmediata; pero dicha estrategia también debe corregir los desajustes sociales de donde la anomia viene en última instancia. Desde el punto de vista de la seguridad ciudadana, lo crucial es el cambio de los va­lores y las conductas; pero este cambio a su vez necesita de reformas sociales más profundas, o si se quiere más “estructurales” –en tanto la cultura y la sicología son “simples” reflejos de relaciones sociales “objetivas”3–.


B. Un contrato por el civismo

Aquel cambio de valores y conductas ha de ser el ob­jeto de un consenso o de un pacto renovado entre las centroamericanas y los centroamericanos al que aquí

llamaremos “contrato por el civismo”. Dicho del modo más simple, este contrato consiste en que todos nos comprometemos a cumplir la ley a condición de que la ley sea para todos y de que todos tengamos las condiciones necesarias para cumplirla.

En términos más precisos (aunque también más abstractos) el “contrato”4 por el civismo incluiría tres principios interconectados:

Principio de legalidad. Una sociedad segura es aquella en donde todos acatan la ley –porque el primer objetivo de la ley es proteger la vida, la in­tegridad personal y el patrimonio de los asocia­dos–. De aquí se sigue que el respeto por la ley tiene que ser el núcleo, el objeto central y la pri­mera cláusula del “contrato” que garantiza la se­guridad ciudadana.

Principio de universalidad. Pero para que todos aceptemos la ley es necesario que la ley sea justa –es decir, que todos la percibamos como justa–, lo cual implica que la ley nos trate a todos como iguales –o como “ciudadanos”–: una segunda cláusula del contrato debe prever el universalis­mo de la ley, o sea que la relación de la ciudada­na o ciudadano con el Estado no dependa de sus condiciones personales o particulares.

Principio de solidaridad. Sin embargo en la vida real hay personas marginadas o excluidas, a quie­nes es necesario incluir en el orden económico y social para que puedan suscribir el contrato por el civismo. La tercera cláusula se refiere por tanto a la “inclusión social” o si se quiere, a acortar la distancia entre las metas que la sociedad impone a los individuos y las oportunidades que les brin­da para alcanzarlas.

Todo contrato crea obligaciones para las partes, y en este caso se trata de tres compromisos muy bien definidos, a saber: (a) El ciudadano o ciudadana aca­ta la ley, (2) el Estado asegura el universalismo, y (3) tanto el Estado como los ciudadanos que disfrutan de mejores oportunidades mejoran las de los ciudada­nos marginados o excluidos.

Las obligaciones en cuestión son o deben ser exigibles, no apenas “morales” (o peor –simplemente retóricas) de suerte que el contrato necesita de me­canismos institucionales y sociales concretos y efica­ces para lograr que se cumplan esas obligaciones–, lo cual por supuesto incluye los sscjp, pero además im­plica desde sanciones simbólicas o culturales hasta medios adecuados para redistribuir el ingreso u otras oportunidades sociales.

En el lenguaje del derecho se diría que el “obje­to” del contrato en cuestión es el de construir o elevar el nivel del “civismo”. Y aunque esta expresión admi­te varios usos5, aquí la tomaremos en el sentido ori­ginal (del latín civis, ciudadano) como el conjunto de actitudes y comportamientos propios del buen ciu­dadano o ciudadana, de alguien que puede vivir en comunidad porque profesa y practica los valores ne­cesarios para la convivencia. El civismo es un asun­to de grado6 y los valores que le sirven de sustento pueden ser clasificados de distintas maneras, pero en general se trata de tres “virtudes cívicas” principales y estrechamente vinculadas: la virtud del respeto, la del sentido de pertenencia y la virtud de confianza.

• El respeto es la virtud primera y principal para nuestros efectos: respeto por la ley que protege el derecho de todos a la vida, a la integridad perso­nal y al patrimonio. Este respeto no es adhesión a la ley por la ley, sino expresión de un respeto más profundo: el respeto por lo humano en nosotros, respeto por sí mismo y por el otro, por las personas y entre las personas, y respeto también por las co­sas que son de todos para que todos las puedan dis­frutar cuando las necesiten (Camps, 2005:15-21).

Sentido de pertenencia es saberse y sentirse un miembro de la comunidad, de la nación, del Es­tado, del “nosotros” –los que venimos de una historia común y compartimos un mismo des­tino–. Mal entendido o exagerado, el sentido de pertenencia puede hasta ser una fuente de inse­guridad ciudadana: la identificación de algunos jóvenes centroamericanos con su “mara” es un ejemplo de esta desviación. Pero en tanto no im­plique convertir al “extraño” en enemigo, perte­necer al grupo contribuye a que exista el respeto –y a que la persona exija que la respeten–. Sentir que se pertenece es además una condición para trabajar por el bien del grupo, o para darle expre­sión a la dosis de altruismo que es de esperar en un buen ciudadano.

• La confianza se extiende tanto a los conciudada­nos y las conciudadanas, como en especial a las instituciones y las autoridades que (presumible­mente) garantizan el cumplimiento del contrato social. La confianza es otro nombre de la segu­ridad, en este caso la seguridad de que seremos respetados en el grupo y por el grupo al cual per­tenecemos y del cual por eso mismo dependemos.

C. ¿Cuánto civismo hay hoy en Centroamérica?

Es de veras muy poco lo que se sabe acerca de la cul­tura cívica de los países centroamericanos. Pero para ilustrar este asunto, siquiera parcialmente, resumi­mos ahora los hallazgos de la Encuesta Lapop y otros sondeos que se han hecho en la región sobre las va­rias dimensiones del civismo.

• Empezando por el lado positivo, diríamos que en Centroamérica existe un sentido arraigado de la pertenencia. Como lo enseña el gráfico 10.2, los encuestados por Lapop en 2008 se sienten ma­yoritariamente “orgullosos de su país” (barra en rojo) y un número apenas algo menor considera que “son muchas las cosas y valores que nos unen como país” (barra en gris).

• La confianza interpersonal también parece ser bastante alta. Seis de cada diez encuestados por Lapop creen que “la gente de la comunidad” es muy confiable o confiable –aunque los costa­rricenses están bien por encima del promedio, mientras los beliceños y hondureños están bien por debajo del mismo promedio– (gráfico 10.3, barra roja).

• Infortunadamente sin embargo, la confianza se reduce a las personas conocidas, al círculo cer­cano de “la gente de aquí”, puesto que nueve de cada diez encuestados considera que “no se pue­de confiar” en la gente en general (gráfico 10.3, barra gris).

• La falta de confianza en los demás está asocia­da con la percepción de que las personas no son solidarias. Para empezar (y advirtiendo que estas cifras resultan de encuestas del Latinobaróme­tro7), se observa que son muchos los que no creen que la gente debería estar dispuesta a “sacrificar su interés personal por el bien del país”: desde el 22% de los hondureños hasta el 53% de los guate­maltecos piensan de esa manera (gráfico 10.4 en gris). Y en proporciones más altas (entre el 40% de Costa Rica y el 72% de Guatemala) los encues­tados sostienen que sus compatriotas son “poco o nada solidarios” (barras rojas).

• Y la precariedad de la cultura genuinamente cívica (es decir impersonal y apoyada en valores más que en emociones) quedaría confirmada por el grado ostensiblemente bajo de confianza en las institu­ciones. En una sociedad de verdad integrada y respetuosa de la ley, la totalidad o casi de los ciu­dadanos confiaría en las instituciones que encar­nan y protegen el bien público; pero en América Central ese guarismo en el mejor de los casos no llega al 60% de la población, cae debajo del 40% respecto de los gobiernos y apenas pasa de 20% en relación con los partidos políticos (gráfico 10.5).

Bajo las circunstancias mencionadas, no es de extrañar que el prestigio y la respetabilidad de la ley se encuentren en un grave entredicho en la región:

• “¿Para qué sirven las leyes en Nicaragua?”, se preguntó a la población en un estudio reciente. Mientras el 50% de los encuestados afirmó que para “defender los derechos de todas las per­sonas”, la otra mitad declaró que la ley es “para defender a los ricos” y “para la impunidad de los políticos” (Instituto para el Desarrollo y la Demo­cracia, 2007:23).


• La situación en Guatemala es todavía más desalen­tadora. El 70% de las personas consultadas por Flacso señaló que las leyes “se usan para defender a los ricos y poderosos”, mientras el 75% afirmó que “cumpliría la ley si otros lo hicieran”. Prácti­camente nadie en cambio dice creer que las leyes sirvan para “hacer justicia” o para “castigar a los culpables” (Ortiz Loaiza, 2008:4).

• La percepción no parece ser muy distinta en Hon­duras. El 23% de los entrevistados por el Informe de Desarrollo Humano 2005 afirmó que las leyes se cumplen “dependiendo de las circunstancias”. La respuesta al respecto de un recluso es elocuen­te: “Las leyes son bonitas, pero no se aplican como son porque aquí las leyes son del que tiene dine­ro, aquí no paga uno el delito, sino lo que se paga es la pobreza, porque el que tiene dinero arregla todo...” (pnud Honduras, 2006:28).

• Y así, como observamos en el capítulo 7, apenas la mitad de los costarricenses, nicaragüenses y gua­temaltecos, el 42% de los beliceños, el 40% de los panameños y apenas un tercio de los salvadore­ños se oponen tajantemente a que los ciudadanos hagan “justicia” por su propia mano.

D. Ejecutando el contrato

Para llevar a cabo su contrato por el civismo, las so­ciedades y los Estados centroamericanos tendrían que impulsar tres procesos que se sostienen y se re­fuerzan en un círculo virtuoso (gráfico 10.6) y que en su orden apuntan a materializar o realizar el prin­cipio de legalidad (“cultura cívica”), el principio de universalidad (“reconstrucción de lo público”) y el principio de solidaridad (“inclusión social”).

A nadie se escapa la dificultad de impulsar ese círculo virtuoso hasta lograr una baja pronunciada y duradera en los niveles de criminalidad que hoy nos afectan. Pero sin ser ingenuos cabe anotar dos hechos por demás estimulantes:

• Primero, el hecho obvio de que se trata de una cuestión de grados; es decir, de un camino a reco­rrer por pasos y por etapas: lo importante es tomar la decisión de caminar o de seguir caminando.

• Segundo, el hecho que no siempre se destaca de que América Central ya ha demostrado ser capaz de diseñar y negociar grandes acuerdos: en menos de una generación nuestros países acordaron re­nunciar al autoritarismo como forma de gobierno y a la violencia como herramienta política, dos desafíos tanto –sino bastante más– difíciles que el que plantea la delincuencia ordinaria. Pues hoy se necesita un nuevo pacto para la convivencia, un contrato por el civismo de carácter obligante e incluyente, que exige decisiones en el plano cultu­ral, en la organización política y en el acceso a las oportunidades sociales.

1. La cultura cívica

La creación de una nueva cultura cívica en los paí­ses centroamericanos supone un doble proceso: el de afirmación de las leyes que nos obligan a todos y el de educación para que todos acatemos esas leyes.

1.1 Afirmación de las leyes

La conducta de los seres humanos está regulada por tres sistemas normativos diferentes: el de la ley, el de la moral y el de la costumbre. Como muestra la tabla 10.1, cada sistema tiene sus propios motivos de obe­diencia –positivos y negativos– pero la ley se origina en el Estado, la moral en las creencias éticas y la cos­tumbre en los usos de la comunidad.

Estos tres sistemas en parte regulan ámbitos dis­tintos del quehacer humano, pero en parte coinciden en ocuparse de unos mismos actos. Y es aquí donde puede existir incongruencia entre los mandatos de la ley, los de la moralidad y los de la costumbre en rela­ción con una misma conducta: entonces el individuo no sabe “a qué atenerse” (sufre anomia en el ya dicho sentido sicológico) y en principio tiende a escoger el mandato que más le conviene. De acá resultan conse­cuencias nocivas, como el oportunismo, la confusión de valores, la imposibilidad de predecir cómo reac­cionará el otro –esto es, la “incertidumbre jurídica”– la tentación mayor de acudir a la violencia o al delito, la corrupción y la deslegitimación de las instituciones8.

Aun cuando no tenemos estudios sistemáticos sobre esta variedad de la “anomia” en Centroamé­rica, la experiencia cotidiana nos confirma que en efecto abundan las situaciones de incongruencia en­tre la prescripción legal, la moral y la social. En ma­teria penal notamos ya que hay formas de violencia contra las mujeres u otras personas sujetas a discri­minación y hay tipos de corrupción que se toleran socialmente, o que algunas moralidades justifican los linchamientos y el revanchismo por “mano propia”. Pero el problema se extiende a todas o a casi todas las facetas de la vida social: los dólares del narcotrá­fico son motivo de fiestas pueblerinas, la evasión de impuestos o ignorar las normas de tránsito no suelen reprocharse desde el punto de vista moral y a veces se aplauden como muestras de “viveza”; engañar a los “tontos” es una prueba de talento comercial, poner los cuernos es un arte picaresco, hacer trampa en la escuela es toda una aventura, “política” es decir men­tiras sin rubor, y así hasta no acabar.

Un observador benévolo tal vez diría que nues­tras sociedades son “adolescentes”, que las institucio­nes (Estado, iglesia, escuela...) nos llegaron de afuera, que se han hecho de prisa y que por eso abunda la incongruencia en las normas. Pero la seguridad ciu­dadana –y al lado suyo, la democracia y el Estado de derecho– dependen de una decisión sencilla y radical por parte de quienes habitamos esta parte del mun­do: la decisión de que el mandato de la ley prime so­bre la de los otros sistemas normativos en cualquier caso de duda o de conflicto.

1.2 Educación en las leyes

Los seres humanos no vivimos solamente en el pla­neta gris del intercambio material y de las reciproci­dades calculadas: vivimos todavía más en un mundo de sentidos construidos, de inventarnos los unos a los otros, de impulsos creadores, de pequeños y grandes heroísmos. Por eso hay que tomar en serio el poder transformador de la cultura, su superior capacidad de cambiar las mentes y mover los corazones.

Como lo han hecho con éxito en otros lugares, en Centroamérica tendremos que aprovechar la fuer­za de lo simbólico para asegurar la primacía norma­tiva de la ley y para reforzar su cumplimiento. Esto implica autorregulación y regulación mutua, “zana­horia” y “garrote”, desaprobación social de las peque­ñas acciones “torcidas” (y en efecto ilegales) a través de los afectos y de los gestos, aprobación expresa y calurosa de las conductas correctas que algunos qui­sieran ver como tontas o pintar como ridículas.

Falta y hace falta mucha más pedagogía ciuda­dana en la región. Desde la escuela, desde la familia, desde la iglesia, desde el barrio, desde las asociacio­nes voluntarias, desde el Estado. La educación cí­vica comienza en la familia y en el sistema escolar, pero solo florece cuando los gobernantes hablan y actúan como sacerdotes de la polis, no como trepa­dores sinuosos y mezquinos. El sacerdote de la polis dice la verdad y sabe que lo público es sagrado. El estadista no hace discursos para una audiencia que cree menor de edad, sino que ofrece argumentos racionales para ciudadanas y ciudadanos adultos, inteligentes y libres. Su lenguaje no es el de las ge­neralidades biensonantes pero vacías, sino el de las situaciones concretas donde las vidas privadas de cada uno se intersectan como vida de la polis: el pe­dagogo o pedagoga-gobernante enseña a partir de las cosas que le interesan a la gente sobre las cosas colectivas de la gente.

Educar en los valores cívicos es a la vez una práctica y un aprendizaje que se construye ante todo por la vía del ejemplo. Por eso los líderes simbóli­cos (políticos, religiosos, educadores, jueces, artis­tas, periodistas...) tienen una gran responsabilidad pedagógica. Con sus actos y con sus actitudes –no apenas con sus palabras, aunque también con ellas– son nuestros líderes –y nadie más que ellos– quienes pueden inducirnos a respetar y a hacer respetar las leyes y a cumplir con los deberes ciudadanos.

Para llevar a cabo su contrato por el civismo, las sociedades y los Estados centroamericanos tendrían que impulsar tres procesos que se sostienen y se refuerzan en un círculo virtuoso y que en su orden apuntan a materializar o realizar el principio de legalidad (“cultura cívica”), el principio de universalidad (“reconstrucción de lo público”) y el principio de solidaridad (“inclusión social”).

No menos importante, la construcción de una nueva cultura cívica para la región requiere de cons­tancia. La sensibilidad ciudadana o el sentido cívico no se improvisan sino que piden un esfuerzo sostenido que vaya transformando las mentalidades enterrando los usos inciviles y forjando los hábitos del respeto, la pertenencia universalista y la confianza, desde la liber­tad que constituyen el civismo (Camps, 2003:1).

2. La reconstrucción de lo público

El buen ciudadano acata las leyes del Estado siem­pre que las leyes sean justas o, como atrás dijimos, universales. Esto implica que el Estado no sea la propiedad privada de nadie, o sea que lo público sea público. Pero en América Latina suele decirse que el “sector público es el sector privado de los políti­cos”, un Estado pequeño como proyecto aunque sue­le ser grande como burocracia. Y los políticos con frecuencia son socios o a veces testaferros de otros actores privados, a quienes antes llamamos los “po­deres fácticos”. Por eso el contrato para el civismo en Centroamérica pasa necesariamente por la renova­ción de la política, por el costeo público de lo público y por la devolución al público de lo que es público.

Para remediar el “déficit de estatalidad” que en menor o mayor grado afecta a los países centroame­ricanos, habría entonces que derogar o replantear los contratos que hoy por hoy privatizan indebidamente las relaciones entre el Estado y los particulares. Nos referimos a las cuatro formas de apropiación privada del Estado que predominan en la región y que muy brevemente describiríamos así:

• El mercantilismo para los ricos, que financian las campañas políticas y reciben a cambio las licencias, exenciones y concesiones jugosas o en condiciones no competitivas. Este “régimen oligárquico”, como puede llamarse, “se alimenta también de una exa­gerada propensión al nepotismo, al gobierno de los familiares, donde las redes de supervivencia, que entre los pobres reparten panes y remesas, aquí gestionan presupuestos públicos, contratos y toda clase de prebendas” (Sojo, 2008:25).

• El patrimonialismo para la clase media, que de­manda y obtiene del Estado los subsidios al gas, la energía eléctrica, el transporte particular, la educación universitaria, la salud o la seguridad social, además por supuesto de los empleos más estables y más bien remunerados que proveen las abundantes dependencias oficiales.

• El clientelismo para los pobres, que entrega escue­las, pavimentos, viviendas o transferencias en dine­ro a cambio de lealtad partidista o personal, y que convierte los derechos en favores y el “presupuesto para el sector social” en una caja de limosnas.

• Y el carrerismo para los políticos, satisfac­ción, reputación y promoción, según lo bien que gestionen o administren las otras tres apropiaciones privadas. En una región donde los partidos no encarnan ideas, ni representan fuer­zas colectivas, la política acaba convertida en una agencia de corretaje para repartir lo público en pedazos privados grandes, medianos o pequeños, según el estatus de quien apoye al candidato. Y a veces el político se queda con una “comisión” por sus servicios para añadirle riqueza a su poder.

2.1 Renovación de la política

Porque su oficio es cuidar lo que es de todos, la re­construcción de lo público tiene que principiar por los políticos. Para decirlo de un modo directo: el pac­to del civismo comienza desde arriba, y esto significa que quienes ocupan la cumbre de la civis –los polí­ticos– adopten la ética de lo público y trabajen para proyectos públicos.

Una ética pública. Gobernar es asumir la respon­sabilidad de decidir por todos, y por lo mismo gobernar es responder delante de todos. En la po­lítica –es decir en los procesos de competir por el poder, ejercer el poder y mantenerse en el poder– hay una ética especialmente exigente, porque el poder es intrínsecamente asimétrico. Y el cambio sin el cual no habrá cambio en Centroamérica simplemente consiste en entender que el político no es un gestor de favores privados sino un intér­prete de mandatos colectivos.

Unos proyectos públicos. Esos mandatos colectivos son “proyectos nacionales”; es decir, son lecturas posibles de lo público a la luz de valores y de ideas renovadas cada día para servir mejor el interés de la ciudadanía. Un proyecto nacional se basa en im­pedir la apropiación privada de lo público en vez de propiciarla mediante el clientelismo, el patri­monialismo y el mercantilismo. En el proyecto na­cional hay una agenda sustantiva (el futuro que soñamos, la sociedad donde queremos vivir), en vez de la mecánica de si se elige a fulano o a men­gano para que nombre a zutano o perengano. Y en el proyecto nacional los partidos políticos no son camiones de reparto sino correas de transmisión universalista entre la ciudadanía y el Estado.

2.2 El deber de contribuir

Pero el proyecto nacional o colectivo no puede rea­lizarse sin el concurso de todos, y por eso el “pacto de la ciudadanía” no consta solo de derechos, sino también de deberes. Porque se trata de un asunto me­dular (y para aliviar el tono más bien abstracto que traemos) nos detendremos en un deber que dice mu­cho sobre el pacto del civismo en la región: el deber de pagar los impuestos con los cuales se financian los proyectos colectivos.

Los hechos al respecto son tozudos. En primer lugar, y a pesar de algún avance, el recaudo de im­puestos sigue siendo muy bajo en comparación, no ya con Europa o con Estados Unidos, sino con el resto de América Latina: el país de la región que más tributa, Costa Rica, está lejos del promedio latinoamericano y su carga porcentual no llega a la mitad de la del mundo industrializado (cuadro 10.1). Esos impuestos son

además regresivos, o sea que en la región los pobres pagan más que los ricos: los tributos directos (renta y propiedad) en promedio suman apenas 24% del total del recaudo, mientras que el IVA y otros ítem regre­sivos aportan las tres cuartas partes restantes (Ago­sin, Barreix y Machado, 2005:37; Fuentes, 2006:19; Gómez-Sabaini, 2006:31).

Por eso, en tercer lugar, los impuestos empeoran en lugar de mejorar la ya mala distribución del ingreso: el índice de Gini pasa de .502 a .517 en El Salvador, en Honduras de .543 a .571, y en Nicaragua de .510 a .692 (Fuentes, 2006:20).

Y sin embargo hay suficiente espacio econó­mico para mejorar la situación: si se aplican los pa­rámetros promedio de América Latina, “la presión impositiva podría ser incrementada en torno a los 3 puntos adicionales del PIB; este incremento estaría indicando que el promedio de recaudación actual de la región debiera ser aumentado en aproximadamen­te 30%” (Gómez-Sabaini, 2006:34).

Razón tienen pues quienes insisten en la urgen­cia de un nuevo “pacto fiscal”, un pacto cuya necesidad queda confirmada por las exigencias financieras de la seguridad para todos los centroamericanos. Este pac­to fiscal tendría que aumentar la carga tributaria total (acabando primero la evasión y la elusión) y en especial elevar el peso de los impuestos directos, así como las contribuciones de seguridad social que hoy benefician más que proporcionalmente a los estratos altos y me­dio-altos. Y por supuesto, a contracara de este mayor esfuerzo –y como concreción más obvia de la “ética política” que arriba reclamábamos– los gobernantes tendrían que obligarse a desterrar la corrupción y a ma­nejar los dineros del público con total transparencia.

2.3 Devolver lo público al público

Ya en su definición inicial, el civismo es la plena ga­rantía de la seguridad ciudadana, porque el buen ciu­dadano por supuesto respeta la vida, la integridad y el patrimonio de las demás personas. Pero la idea del civismo ha sido elaborada más allá de su acepción simplemente pasiva o negativa, para abarcar toda la gama de las “virtudes republicanas”, las de la ciuda­dana o el ciudadano interesado, deliberante y parti­cipante en la esfera pública9. Este mejor ciudadano o ciudadana también nos interesa porque sin ella o él no será posible la reconstrucción de lo público.

El ciudadano activo aún está por construir en Centroamérica: como indica el cuadro 10.2, la ma­yoría de los entrevistados por Lapop no participa en la solución de los problemas colectivos y ni siquiera asiste a reuniones de organismos o grupos dedicados a realizar acciones colectivas. Tan solo la asistencia a eventos religiosos parece ocupar algo el tiempo de los centroamericanos y las centroamericanas, mientras que brilla por ausencia la participación en asociacio­nes, sindicatos o partidos políticos.

Pero para que la ciudadanía se “empodere” será preciso radicalizar nuestras democracias mediante acciones y reformas eficaces para:

• Darle vida y contenido a la participación popular en la gestión de los asuntos públicos. Esto significa usar de una manera más plena (y también más responsa­ble) los mecanismos de la democracia participativa (referendo, plebiscito, iniciativa legislativa, consulta popular, revocatoria del mandato, cabildo abier­to...). Y significa transferirles poderes y funciones a los cuerpos ciudadanos que deban cogestionar dis­tintos asuntos públicos (juntas de usuarios, asocia­ciones de padres de familia, colectivos de vecinos...).

• Acelerar y profundizar la transferencia de poderes, de funciones y de recursos desde el nivel nacional hacia el departamento, la provincia o el Estado, hacia los municipios y hacia las localidades en los municipios más poblados. Por sencillas razones de escala, la participación ciudadana es más posible y más eficaz en las instancias locales y, sin embargo, en conjunto los países centroamericanos están bastante atrasados en el proceso de descentraliza­ción territorial (Alonso Jiménez, 2006:11).

• Permitir y mejorar el ejercicio del control ciuda­dano sobre la marcha de las distintas agencias del Estado, con el propósito de reducir la corrupción (según veremos en el capítulo 13) y además au­mentar la democracia. Este mejor control supone, entre otros mecanismos, el acceso a información transparente, la rendición de cuentas, el recurso a acciones legales o sociales eficaces, y la cola­boración de las instancias de control horizontal (contralorías, auditorías, procuradurías) con las organizaciones de veeduría ciudadana.

3. La inclusión social

Varios Informes de Desarrollo Humano han demos­trado que, tanto en la región como en el mundo, la mejor manera de tener un crecimiento económico sostenido es “invertir en la gente”: una población bien alimentada, saludable, educada, empleada y participante es la mejor plataforma para elevar la productividad, agrandar el mercado y ganar compe­titividad de modo duradero. Y la mejor manera de reducir la pobreza y la desigualdad también es inver­tir en la gente, porque la extensión de la salud, la edu­cación y los demás activos de “capital humano” eleva los ingresos de trabajo y reduce la dispersión de los salarios, que son el principal componente del ingreso de los hogares10.

Tales mejoras en el nivel de vida de las mayo­rías también son, como dijimos, inversiones renta­bles en la seguridad ciudadana, porque reducen o previenen la anomia al acortar la brecha entre las aspiraciones y las posibilidades de los individuos. Y al contrario, una sociedad fragmentada entre unos pocos ricos ostentosos y una mayoría hambrienta o marginada no puede menos que generar violencia y delincuencia callejera.

Uno no puede sentir que pertenece a una socie­dad que no lo incluye a uno; tampoco puede respetar unas leyes que no lo protegen efectivamente, ni pue­de confiar en instituciones que no le traen beneficios tangibles. Y así, las tres virtudes cardinales del civis­mo –respeto, pertenencia y confianza– tienen como contrapartida necesaria la inclusión social, entendi­da como el acceso efectivo a las oportunidades de las cuales depende la calidad de vida –entre las cuales se destacan el empleo productivo y el ingreso, la nutri­ción, la salud, la educación, la vivienda, y el respeto por la propia identidad11–

El oficio de la política es cuidar lo que es de todos. La reconstrucción de lo público tiene que principiar por los políticos. Para decirlo de un modo directo: el pacto del civismo comienza desde arriba, y esto significa que quienes ocupan la cumbre de la civis –los políticos– adopten la ética de lo público y trabajen para proyectos públicos.

Ante el panorama de precariedad laboral, con­centración excesiva del ingreso, cobertura inade­cuada de los servicios sociales y segregación social que reseñó el capítulo 6, es evidente que los países centroamericanos –aunque con diferencias notables de intensidad– tienen en la inclusión un desafío de gran envergadura. Pero en el lado positivo hay que notar que en cada país por supuesto se están llevan­do a cabo numerosos programas y esfuerzos en este campo amplio, que lo importante es fijarse un norte y acelerar la marcha, y que ya la región ha demostrado que sí puede superar desafíos tan grandes como las dictaduras y las guerras intestinas.

3.1 Sobre el enfoque

Este texto no es lugar para hacer el recuento de las políticas y programas para seguir avanzando en el camino de la inclusión social, porque se trata de un asunto extenso y especializado. En los ya dichos Informes de Desarrollo Humano y en otras fuentes autorizadas, la lectora o el lector interesados en todo caso encontrarán explicaciones completas y referidas al contexto específico de los países centroamerica­nos12. Pero acá parece útil subrayar ciertos criterios o parámetros que ayudan a que el vasto repertorio de las políticas económicas, sociales y culturales se aplique de manera más precisa a la dimensión o el objetivo que más importa a la seguridad ciudadana: incluir a los que están excluidos.

En términos analíticos podría decirse que la inclusión social tiene lugar mediante tres canales que transmiten distintas oportunidades: (a) El canal laboral u ocupacional, bajo la forma de un empleo digno y bien remunerado (del cual dependen en gran medida la autoestima del individuo y el ingreso de su familia); (b) el canal del gasto público social, que da acceso a oportunidades específicas (de salud, educa­ción, vivienda y similares) y complementa el ingreso laboral, y (c) el canal que llamaríamos simbólico, que trasmite el respeto por la propia identidad y la opor­tunidad de formar parte de la vida pública.

A esos tres canales corresponden tres formas de exclusión: (a) La laboral, el desempleo o el empleo pre­cario, que es la causa principal de la pobreza; (b) la de desatención estatal por baja cobertura o mala calidad de los servicios sociales, y (c) la de discriminación cultural y política por razones de género, de etnia o de otro rasgo adscriptivo. Estas tres exclusiones no son independientes, sino que tienden a reforzarse y a recaer con fuerza sobre ciertos grupos (los indígenas, los hogares en situación de miseria y otros grupos su­jetos a exclusiones múltiples).

De la sucinta precisión anterior se siguen algu­nas consecuencias prácticas. Primera, que la inclusión supone usar de modo concertado las herramientas de política económica (empleo, ingreso y distribución del ingreso), de política social (provisión de servicios) y de política cultural (estatus de las minorías). Segunda, que debería primar un enfoque integral y de atención preferente a los más excluidos (hogares en miseria...). Pero tercera y sin embargo, que hay que evitar el asis­tencialismo –y tanto por respeto a la dignidad del ex­cluido como porque una estrategia sostenible depende primordialmente de crear empleos–. Es más: la inclu­sión no se reduce al plano material sino que parte del reconocimiento de nuestra igualdad en la ciudadanía y nuestra diferencia en los modos de ser y de pensar.

3.2 Sobre el empleo

El trabajo es el eje de la vida adulta y el ancla prin­cipal del individuo en el orden social, de suerte que ofrecer buenos empleos es la mejor herramienta de inclusión –y esto en nuestro caso vale especialmente para los “jóvenes sin futuro”, o más propensos a in­currir en delitos ordinarios–. La creación masiva de empleos adecuados es por supuesto una tarea difícil y más compleja de lo que podemos reseñar aquí. Y sin embargo la experiencia internacional demuestra que sí se puede generar empleo, que hay modelos de crecimiento económico más intensivos que otros en mano de obra, y que los primeros utilizan métodos de los cuales podemos aprender. Entre estos méto­dos están:

La definición del derecho (y el deber) de trabajar como ingrediente esencial de la “ciudadanía”. Aun en medio de la grave recesión actual, este es el caso de Japón o Europa frente a Estados Unidos, el de Suecia frente a España, el de Mauricio frente al resto de África, el del Estado de Kerala fren­te al resto de India, el de Chile frente a América Latina: mientras en Centroamérica no importa el desempleo, hay sociedades donde no se lo tolera.

La educación para el trabajo y la competitividad. Como Corea del Sur o como Nueva Zelanda, la idea es adquirir competencias laborales genéricas o específicas, no acumular horas en pupitres ni fabricar “doctores”. La idea es abrirse al mundo como exportador, no como importador. La idea es exportar bienes y servicios intensivos en cono­cimiento menos que en sudor.

Los programas de empleo mínimo. Si se asume su costo fiscal (cuestión de prioridades) y si se tiene cuidado en el diseño (cuestión de aprovechar la vasta experiencia internacional), los programas de “emergencia”, mejor aún los de “empleo garan­tizado”, son un medio eficaz –y digno– para com­batir la pobreza que sigue al desempleo.

3.3 Sobre la política social

Los servicios sociales que provee el Estado no pueden reemplazar al empleo productivo, pero sí ayudan a formar un trabajador más productivo y a elevar el in­greso de las familias más pobres. Por lo demás, esos servicios son la base misma del Estado benefactor –o del “contrato social” que hizo posibles las modernas democracias “incluyentes” o de ciudadanía–.

Pero “ciudadanía” significa universalidad, y por eso la primera tarea en Centroamérica es rescatar la política social de las apropiaciones privadas que hoy la asfixian. El clientelismo, el patrimonialismo, el mercantilismo y el carrerismo encarecen los servicios y desvían los subsidios estatales. Pues lo primero va contra la meta principal de la política social –ampliar la cobertura– y lo segundo va contra su principal cri­terio –el de atender primero a los más necesitados–.

El universalismo en la política social implica pues que no se amplíen los beneficios de los de más arriba sin haber incluido y nivelado a los de abajo. Significa revisar el peso relativo de los programas (¿escuelas rurales o becas universitarias?; ¿hospitales o vacunas?) y significa repensar la estructura de ser­vicios y tarifas en estricta función de aquella meta y con aquel criterio. Significa que la “focalización” no es un pretexto para el clientelismo sino un método para llegar con eficacia a donde más se necesita. Sig­nifica que los derechos sociales sean de verdad dere­chos –exigibles ante un juez– o que los funcionarios del sector deban rendir cuentas ante los usuarios.

Y no menos, significa el aumento del gasto social, comenzando por el llamado “gasto prioritario de de­sarrollo humano” y por las inversiones necesarias para cumplir los Objetivos de Desarrollo del Milenio13. En efecto y según muestra el cuadro 10.3, el gasto social de los países centroamericanos es más bien bajo y a veces es extremadamente bajo en relación con su pro­ducto total; aunque la situación mejoró durante los úl­timos quince años, aun la cifra más alta (el 16,9% de Costa Rica) está muy lejos del tope que ostenta Suecia, con 32,9% de su ingreso destinado a “aumentar la co­hesión social” (Cué y Abellán, 2008).

3.4 Sobre el pluralismo cultural

La diversidad es una fuente de riqueza espiritual y material para todos los países centroamericanos y, sin embargo, en todos ellos se dan prácticas de discrimi­nación más o menos intensas y más o menos abiertas: se acuña un estereotipo negativo (los miembros del grupo X son “inferiores”, o “peligrosos” o “fastidio­sos”), que conduce al desprecio o al maltrato, y que además casi siempre se acompaña por la menor o la menos buena oferta de oportunidades laborales y de servicios sociales.

Es por eso que la inclusión social no se limita a vernos como iguales –como “ciudadanos” con las mismas oportunidades y derechos, sino además a reconocernos como diferentes– como portadores de distintas identidades de género, de edad, de orienta­ción sexual, de estilo de vida, de etnia, de cultura, de religión, de lengua o de origen nacional. Es más, a condición de ser leales al orden social más amplio, las tres virtudes del civismo se construyen también desde la diferencia: pertenecemos a una misma so­ciedad, pero lo hacemos desde identidades distintas; respetamos la ley común, pero lo hacemos desde moralidades diversas; confiamos en las instituciones estatales, pero también confiamos en las de nuestra religión, nuestra etnia o nuestro grupo.

El primer paso a la inclusión cultural es la tole­rancia o sea el respeto a formas de vivir y de pensar que uno no necesariamente disfruta ni comparte: esta es la obligación que a todos nos incumbe como firmantes del contrato por el civismo. Y el Estado además está obligado a la neutralidad, a no tomar partido ni alinearse con alguna definición religiosa o cultural de lo que es una “vida virtuosa” o una mora­lidad que vaya más allá de la ética del civismo.

Pero en un mundo tan sumamente desigual, no bastará con ser tolerante ni neutral. El Estado y los más privilegiados tienen el deber adicional de com­pensar la desventaja inicial de los más débiles. Estas son las “acciones afirmativas” (también llamadas ac­ciones de discriminación inversa), que en el caso de las minorías excluidas toman la forma de políticas mul­ticulturales, es decir de “políticas que van más allá de los derechos básicos garantizados a todo individuo e incluyen el reconocimiento público de las mino­rías etno-culturales y algún apoyo para que puedan mantener su identidades y sus prácticas” (Banting y Kymlicka, 2003:59).

Concretamente –y como bien lo explica el In­forme Mundial de 2004, “Libertad cultural y desarro­llo humano”–, las acciones afirmativas hacia aquellas minorías excluidas habrían de extenderse a cinco es­feras a saber: (a) Asegurar su representación en la po­lítica; (b) garantizar la libertad de religión y prácticas religiosas; (c) permitir la aplicación del derecho con­suetudinario; (d) preservar el pluralismo lingüístico, y (e) rectificar la exclusión socioeconómica (pnud, 2004:50). Todo ello, por supuesto, a condición de que los usos y costumbres de aquellas minorías no con­tradigan las cláusulas del contrato por el civismo que ha descrito este capítulo.

Citas de Página

1 Esta es la definición clásica de Robert M. MacIver. 1950. The Ramparts We Guard. McMillan, Nueva York:84).

2 Esta es la conceptualización también clásica de Robert K. Merton 1964. Teoría y estructura sociales. Fondo de Cultura Económica, Méxi­co:170) (en aras de la claridad, hemos acortado el original).

3 Estas reformas sociales, recordemos, se justifican por razones de equidad y eficiencia, no apenas por motivos de seguridad.

4 La idea del “contrato social” ha ocupado mucho espacio en la historia de la ética y la filosofía política, desde Hobbes o Rousseau hasta Rawls o Scanlon. Aquí apenas cabe una versión particular, resumida y en la que no ahondamos en ciertos supuestos o afirmaciones que los lectores especializados seguramente apreciarán; un buen repaso reciente del debate se podrá ver en Stephen Darwall (ed.). 2008. Contractarianism, Contractualism. John Wiley & Sons, Nueva York.

5 A veces en Centroamérica la palabra “civismo” se usa en un sentido similar al de patriotismo o celo por las instituciones e intereses de la patria; pero respetar las normas de la convivencia es una forma obvia de velar por los intereses de la patria.

6 Hay un civismo “pasivo” que nos permite convivir en paz, y hay un civismo “activo” que implica participar en la vida pública; nuestro “con­trato” estrictamente concierne a lo primero, pero su plena realización necesita también de lo segundo, como se dirá más adelante.

7 “Latinobarómetro” es el sistema de encuestas de opinión que aplica la Corporación Latinobarómetro en América Latina; el Lapop o “Baró­metro de las Américas” es el sistema que administra la Universidad de Vanderbilt y que llevó a cabo la encuesta para América Central que forma parte del presente Informe.

8 Aunque existen varias formulaciones de este planteamiento, utilizamos la de Antanas Mockus por ser especialmente clara. “Convivencia como armonización de ley, moral y cultura”. 2002. En: Perspectivas. XXXII (1)19-37. Marzo [en línea]. Disponible en: www.ibe.unesco.org/fileadmin/user_upload/archive/publications/Prospects/ProspectsPdf/121s/121smock.pdf (recuperado: 13 de marzo de 2009).

9 El republicanismo es en efecto una de las corrientes más importantes en la ya larga historia de la democracia, que viene desde la polis, pasa por Maquiavelo e incluye pensadores tan agudos como Hanna Arendt (ver por ejemplo Pettit, 1997; Weinstock y Nadeau, 2004).

10 Ver en especial los Informe Mundiales de 1996 (Crecimiento económico y desarrollo humano), 1997 (Desarrollo humano para erradicar la po­breza,) 1998 (Consumo para el desarrollo humano) y 2003 (Objetivos de Desarrollo del Milenio). Para Centroamérica ver en especial: Por un crecimiento con equidad, Informe sobre Desarrollo Humano Honduras 2000; El empleo en uno de los pueblos más trabajadores del mundo, Informe sobre Desarrollo Humano El Salvador 2007-2008; Guatemala: ¿Una economía al servicio del desarrollo humano?, Informe Nacional de Desarrollo Humano 2007-2008.

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5. Cohesión social, inclusión y sentido de pertenencia en América Latina y el Caribe. Naciones Unidas, Santiago de Chile. Comisión Económica para América Latina (Cepal). 2007.

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18. El empleo en uno de los pueblos más trabajadores del mundo, Informe sobre Desarrollo Humano El Salvador 2007-2008. pnud El Salvador. Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud). 2008. Guatemala:

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